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Salgo del edificio. Con apenas un pie en la vereda, prendo un cigarrillo. Miro al frente y comienzo el regreso a casa.
Espero el semáforo y cruzo. Son apenas unos pasos hasta la parada del bondi. Gente, luces, autos y colectivos sólo produciendo ruidos.
Me obligo otra vez a mirar al frente. No me pueden haber quemado tanto el cerebro en esa oficina como para no tener ni ánimos para hacerlo o para disfrutar del aire fresco de estas noches.
Levanto la cabeza, entonces, ya muy cerca de la parada y algo me llama la atención. Hay un chico parado frente a la vidriera de un comercio de artículos de computación. Siempre muy bien puesta, lo que más llama la atención son esos monitores planos con lindas imágenes de peces o flores de colores.
Miro al pibe y me doy cuenta del detalle: es desgarbado, lleva pantalones amplios, tipo de joggin, gorrita con visera. Marcada a fuego por mis prejuicios, miro alrededor y allí, estacionado contra la vereda, veo el carrito.
Y él que miraba ávido esa vidriera. Y yo que lo miraba y trataba de adivinar qué pensaba, qué deseos brillaban en sus ojos, qué proyectos se esfumaban tras ese vidrio, qué sueños se hilvanaban con una computadora que se le hacía inalcanzable.
Cuando me terminé el pucho, el colectivo todavía no había llegado. Y él seguía allí, apenas moviéndose un paso para ver mejor. Enseguida salió un nene del negocio cargando cajas y papeles. Él, el de la vidriera, lo vio, le hizo una seña y el chiquito acomodó lo recaudado en el carro. Pero el mayor no podía sacar sus ojos de esos productos, de esas máquinas símbolo del desarrollo, del siglo XXI, de la tecnología en su máxima expresión y de la inclusión en el mundo, y se daba cuenta, estoy segura que se daba cuenta, de que él estaría fuera de eso como lo había estado de todo durante todo lo que llevaba de vida.
Vino el bondi, me subí, miré por la ventanilla y él seguía con sus ojos fijos allí.
Y llegó la angustia. Pero una angustia mucho más profunda que la que muchos creemos gravísima y que, al final, no es más que una pavada. Una angustia real, de esa que se siente cuando realmente no hay salidas ni posibilidades. De esa que nace de la ausencia palpable de futuro y de cualquier tipo de proyecto. Sí, esa misma que tan fácilmente se transforma en rabia arrolladora. De esa que nace de saber que nadie valoró tu vida y que, en general, nadie valora ninguna vida de ningún otro excepto la propia. Y de que nadie valoró ni valorará nunca tus sueños, tus inquietudes, tus proyectos, que mueren cada día cuando salís de tu casa empujando el carrito.
Me acurruqué en el asiento del colectivo y, antes de sumergirme en el libro que me esperaba en el bolso, se me apareció una última imagen. Ese pibe, sí, ese que ya perdió todo lo que nunca tuvo...
Pero no, eso tampoco tenía mucho sentido.
7 comentarios:
Te leo.
Vos me invitás al blog, yo te invito a una fiesta:
http://peluxx.blogspot.com/2006/07/vengan-mil.html
Gracias por la invitación, amigo Peluxx, pero tengo el problema de que Olivos me queda un poco lejos...
Será para la próxima.
Ah, y gracias por venir!
bienvenida al mundo blog!.
Buen relato... lleno de angustia. Gracias por la invitacion, prometo pasar seguido.
Me sorprendio tu comentario.
Saludos.
Gracias Emilie!
Y también a Forke. ¿Por qué la sorpresa?
Y por aquí también estamos y pasamos!!!!!
Dejé un mensaje antes en ste mismo post y no se publicó... auch!!!
Saludos grandesss!
Los Buscadores
Gracias de nuevo Buscadores!!
Y me alegra mucho que Un Hombre haya pasado por aquí.
Y es cierto que nada es insalvable. El tema es tomar fuerzas y volver a plantearnos un cambio.
Voy a intentar la fortaleza.
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