21.3.08

"...hacia el sur hay un lugar..." (*)

(*)

Aquel rincón donde me escondí a llorar cuando papá me retó por romper una botella de aceite. El bañito del garage donde me dieron mi primer beso. El balcón de mi pieza, donde me escapaba para fumar a escondidas mientras mamá miraba la novela. La cocina, que si hablara, relataría las interminables charlas entre mates con todos los amigos y amigas que caían en cualquier momento. La mesa larga del comedor cuando estábamos todos o cuando había algo que festejar. El living y las trasnoches, con pelis o con cerveza, que invitaban al debate y a la discusión. Los largos domingos entre quincho y pileta. Los asados en familia o entre amigos. El sillón verde... mejor que eso quede en mi intimidad. La escalera y mi vértigo cuando recién nos mudamos. Tirarme de cola cuando ya le había tomado confianza. Mi miedo la primera noche durmiendo en el entrepiso con todos los nuevos ruidos. Papá y su piano cuando yo quería dormir. Papá y su piano cuando venía gente y todos reíamos. El hueco de la escalera con los juguetes de Jorgito, los mismos y en el mismo lugar donde después jugaron Agus y Cami. Mi pieza. El lugar donde soñé con príncipes azules, donde escribí mis cuentos, donde leí las mejores historias. Las paredes que se fueron poblando de fotos, dibujos, afiches, frases, canciones y retacitos de recuerdos robados al olvido. El lugar donde después soñé escapes y donde más tarde soñé revoluciones. Donde estaban a gusto mis discos y mis libros. El escritorio que mis hermanos rompieron para leer mi diario íntimo. Mi placard, siempre hecho un desastre. La puerta de mi pieza que se llenó de frases que también se animaban a dejar los amigos. La habitación de mis viejos cuando no estaban mis viejos. Las fiestas en el garage que se extendían al patio y al jardín de adelante. Ese jardín, lleno de restos de la fiesta de mis 18. El barrio. La parva de chicos que éramos jugando al fútbol en la canchita de al lado. Toda la cuadra para nosotros y nuestras escondidas. Las vecinas chusmas, a las que igual queremos. Los vecinitos con los que hubo romances. Todos los perros que pasaron por la familia. Yesi, Mini y Cleo, que se van a quedar para siempre en el fondo. La oscuridad de abajo de la escalera del patio donde papá una vez me encontró en orsai y nunca dijo nada. Las borracheras después de las fiestas. La habitación de mis hermanos donde mandaban a dormir a mi novio. Las eternas y terminales discusiones con mi hermana por la convivencia. Las discusiones políticas con papá durante las cenas. El escritorio donde me encerraba a hablar por teléfono. El mismo lugar que me soportó durante días y días mientras preparaba mi último final. Todas las fiestas de cumpleaños. Mi fiesta de graduación. El pasillo entre la cocina y el escritorio, que también se llevará sus secretos. Los sillones por los que nos peleábamos. La alfombra donde nos tirábamos para mirar la tele y que muchas veces se convirtió en cama improvisada. El colchón tirado para que se quede Vale. Las noches enteras hablando con ella. Las larguísimas charlas en el balcón mirando pasar los trenes. Tener al lado a los abuelos, que también se van. La pileta que nos aguantó a todos. Las tazas que mamá insistía con colgar en la cocina y que nosotros rompíamos una y otra vez. El portero que nunca funcionó. La puertita de adelante que nunca cerraba, pero que había que cerrar igual. Las inundaciones y el barro. Los insoportables adornitos de mamá. El garrón de subir y bajar escaleras todo el tiempo. El miedo que me daba bajar al garage cuando me quedaba sola. El disfrute de quedarme sola. El calor en todos lados. La compu mal ubicada donde laburaba, estudiaba y boludeaba. La cocina chiquita pero que sabía albergar a todos. Mamá queriendo variar la disposición de los muebles y no encontrando la forma. Papá que nunca se hizo cargo de que algunos diseños no estaban buenos. La ventanita interna de mi pieza, que sigo pensando que la hicieron para vigilarme. El calor insoportable en mi habitación las noches de verano. Mis insomnios en las vacaciones, que me hicieron descubrir la radio. La escalera de adelante y las veces que la habré subido completamente en pedo. Esa misma escalera que invitaba, en verano, a sentarse a tomar mate ahí para charlar. La cortada que tan bien nos hizo. La calle para jugar. Las quejas por el polvo que volaba de la cancha. Los chinos de la esquina. La estación tan cerquita. El baño todo azul donde más de una vez también me escondí para fumar. El calefactor de mi pieza que nunca anduvo. La mesa hecha con una rueda en el quincho que siempre sorprendía al que venía por primera vez. El lugar exacto en la calle donde una noche fría estacionó un coche azul en el que me dieron el beso que más quería. La mesa en la que comimos el asado la primera vez que fue Pablo, sólo con mis hermanos. El cuadro en el descanso de la escalera que nunca me gustó porque me ponía triste. Los adornos estrafalarios que le gustaba poner a papá. La escalera de caracol que muchos no querían usar. Las llaves de luz, que nunca eran las correctas para encender la lámpara del living. Los muebles tan altos de la cocina. Marito que se metía por el balcón para asustarme. Cuando éramos chiquitos y la casa nos parecía enorme. Cuando éramos grandes y ya no parecía tanto.

Y ahora que me parece gigante de tantos recuerdos y muchos otros olvidos.

Mis viejos, ya separados, vendieron el lugar donde, entre muchas otras, pasaron todas estas cosas.

Y yo, que nunca fui de extrañar, me descubro llorando ante la noticia.

Supongo que ya pasará. Hace poco más de un año que me mudé de ahí.

Pero el problema es que ya nunca voy a poder volver a mi casa.